jueves, 1 de julio de 2021

"You come to see Jimmy?"

El viejo Pere Lachaise me tenía de visitante esa tarde, tan soleada y fría como puedo recordarla.
Viviendo en donde vivo, casi que considero al turismo algo parecido al insulto. Pero aún asi es lo que nos da de comer y lo que en definitiva, nos deja movernos cuando las circunstancias lo permiten.
Y ahi estaba, otro turista más de cementerios.
Dos de ellos en tres días, extraña marca. Solo que en este caso la huella de la realidad del primero me había dejado una sensación imborrable en la mente.
No estaba tan lejos de la entrada, la tumba del buen Morrison. Fácil fue encontrarla, a juzgar por la cantidad de deudos tardíos que tenía cerca. 
Pero yo aún tenía grabadas esas imágenes de piedra blanca enterrada en cesped verde. Miles y miles de ellas, una película hecha realidad mientras a lo lejos se escuchaban las olas del Canal de la Mancha. La playa Omaha y sus sonidos de guerra, sin ningún fantasma a la vista.
Un tipo de arrogancia, estupidez, odio, valentía y convicciones. Uno infinitamente mas grande. Cinceladas en lo blanco del mármol, las fechas de cientos y cientos de adolescentes o veinteañeros, todos sin elegir su lugar definitivo. Algunos simplemente por error.
La mayoría por una bala. O cinco. O más.
Un horror imposible de recrear allí a simple vista: un favor que nos habían hecho los paisajistas. 
Una belleza irónica, de silencio entre el mar y los acantilados. El espanto enmascarado detrás de miles de arbustos del bocage. 
Pensé en quienes tienen el don de crear belleza de donde no existe, a veces burda y contestataria, pero no por eso menos bella. Un don, digno de ser compartido, y de un egoismo especial, cuando se decide esfumarlo.

Vuelto al Pere, un viejo hippie me sacó de mis recuerdos recientes. 
- " you come to see Jimmy?..."-   me preguntó con vos aguardentosa, mirándome lánguidamente detrás de sus gastados anteojos de aviador. 
"- No . "- le contesté. Mientras imaginaba a la baronesa Demidoff riendose de mi en las alturas del camposanto.
- "Ya no." -   

  



miércoles, 19 de mayo de 2021

Saludo

 Manejaba con una lentitud calculada, disfrutando de esos últimos momentos de libertad antes de comenzar a cumplir una condena tan difusa como imposible de razonar. Un poco como todas las condenas, según los que están obligados a cumplirlas.
El anochecer dejaba vislumbrar los faros de otros autos, volviendo apresurados a sus moradas para cumplir con el toque de queda. Mientras se alejaba de la playa, concluyó que no hay barrotes mas duros de franquear, que los de una celda sin ellos. 
El viento del sudeste bamboleaba ligeramente su automovil, como si quisiese alejarlo de la costa, enviándolo de como una madre asfixiante a su morada. 
Siguió derecho varias calles hacia el oeste. Los álamos y sauces ya advertían el otoño, aún iluminados por las débiles luces de las farolas.
Súbitamente giró hacia la izquierda, presa de un subito y ligero ataque de rebeldía que lo convenció de robar un poco de gracia a ese largo crepúsculo que se acercaba.
Vió el auto de ella estacionado entre esos abetos que su padre había plantado hacía décadas justo al borde de la calle. Así que supo que estaba en su casa. La familia cenando o aprestándose a ello. 
El furtivo juego de las bocinas se había hecho una especie de costumbre entre ambos. Un código secreto siempre al borde de ser descifrado si no se cumplían ciertas reglas. El, siempre precavido, revisando el área cada vez que pasaba frente a su casa. Ella, más espontánea y ruidosa, sin importarle demasiado el decoro y siempre desafiando alguna lacerante convención de pueblo pequeño.
La oscuridad del momento discurría hasta por el éter de la radio, destruyendo esperanzas con las palabras de un locutor describiendo una realidad que no parecía ser del todo real.
Aminoró la marcha y buscó con la vista delante, algun caminante, o peor aún, la triste sombra de su pareja. 
Deseo ver la sombra de ella entre la luz amarillenta de los ventanales, esos ante los que, en su imaginación, contemplaban juntos algun amanecer de esos inconfesables. 
A sus espaldas, un par de calles detrás sintió el lejano brillo de unos faros grandes. Aceleró ligeramente, con su ansiedad confinando ese deseo. Pasó por el frente del viejo y grande chalet, y por el rabillo del ojo apenas la vió. Casi como un bello fantasma escondido, mirando la nada y quizá esperandolo.
Se odió por no poder detenerse, por pensar en otros ojos centinelas en los ventanales superiores.
Pero se alegró al ver la alta y distinguida silueta, iluminada al contraluz de los faros que doblaban en la otra esquina, parada atrevidamente sobre la pequeña loma de la calle y saludándolo.
Giró en la esquina siguiente y presionó fuerte para que resonara la aguda bocina de su vehículo, despidiéndose hasta la próxima complicidad. Sabiendo que el tiempo y las esperas, bien valian el juego .
 

 






lunes, 22 de marzo de 2021

Profugos.



Mediodía soleado, de ráfagas templadas. De esas del este, que presagiaban tormentas.
Cien pasos, solo cien, o ciento diez. El eco del sonido de las olas rebotaba entre las paredes de los edificios. Una discordante sinfonía danzando entre la mezcla abigarrada de estilos de cada construcción.

Caminaba despacio, con una cautela extraña y no del todo comprendida aún por el mismo..
Necesitaba ese momento, la pequeña dosis de todos los días, parte de un pasado y una normalidad muy fresca, pero que al decir de muchos, ya había desaparecido.
O eso decían los de los noticieros.  
La arena se arremolinaba con el viento sobre las cuarteadas maderas de la rambla. Algunos clavos sobresalían de sus bordes. Las manos que solían mantenerla, hacía un tiempo que no le dedicaban sus atenciones
.

Cincuenta pasos más, mirando hacia los costados, atento a novedades. Tensión en aumento: un motor carraspeando por la avenida. Demasiado maltratado y un poco antiguo. Aún para un patrullero.
Veinte pasos más, casi a la carrera, ya pisando las tablas de pino. La vista hacia el norte y al sur, y una fuerte inspiración, con ganas de arrojar el tapaboca a cualquier parte.

Nadie a la vista. En otro momento hubiera sido un signo de tranquilidad, de un interno lapsus de egoísmo y disfrutable fortuna. Una carencia de intrusos cada vez mas extraña conforme los tiempos iban pasando y las personas iban escogiendo su hogar como destino.
El gris azulado del mar captó su atención como en cada ocasión en la que había puesto los pies en esa playa. Esa compleja atracción hipnótica de aquello que siempre se movía, yendo y trayendo todo lo imaginable a esas costas.
Sonrió ante la ironía: la peste había venido por aire y no por mar. Y mientras avanzaba por la rambla concluyó que cualquier cosa venía bien para arrancar una sonrisa oculta.
Enfilando hacia el sur caminó lentamente,  con el gris sinsabor de que tan pequeño acto se sintiese como un desafío
.
Las ventanas de los edificios costeros parecían tener miles de ojos. Dandole la espalda al mar se quedó observándolas, y sintió como una sensación agria se abría paso entre la incomodidad y la tensión.

Casi creía verlos, detrás de los vidrios espejados y la oscuridad de las cortinas.  El miedo y la sugestión en sus miradas, el sonido del mar tapado por el audio alarmante de las radios y los viejos televisores traídos de la ciudad.
Nadie estaba totalmente en lo cierto, ni el ni ellos,  pensó. Y siguió con sus pasos hacia el sur.

A lo lejos una figura comenzó a hacerse cada vez mas visible, casi chapoteando entre la espuma. Pasos lentos, andar cansino, y un viejo sombrero de ala ancha casi volándose por el viento cubriéndole el rostro moreno y ajado por décadas de sol playero.
No se conocían, pero inclinaron la cabeza en un saludo cómplice, reconfortados por la lejana compañía de uno y otro. De no ser los únicos.
Y así siguieron sus pasos, dos extraños, dos rebeldes de un extraño sentido común
.


miércoles, 20 de noviembre de 2019

Náufragos


En la ciudad no se podía apreciarlo, pensó.
Espectáculo gratuito si los había, las estrellas en plena claridad. No había luces eléctricas, letreros y marquesinas o reflejos de todo ello que las difuminasen. 
Sólo las constelaciones que  aprendió a leer por necesidad, confirmándole  un rumbo.
El automóvil dejó el asfalto cuarteado, y girando pesadamente siguió por el camino de tierra hacia el sudeste , confiando en que el mapa y las indicaciones de los de la estación de servicio que había pasado hace unas horas fuesen correctas.
El hecho de confiar lo incomodaba, y por eso mismo había recorría el aventurado trayecto por tierra desde Buenos Aires.
 Pampa, así la llamaban los lugareños y los estancieros. Pampa y más pampa. Nunca terminaría por acostumbrarse a las inmensidades, prefiriendo los bosques y los montes de la Escocia en la que había nacido.
El camino se hizo algo cenagoso, y el Ford negro hizo lo que pudo entre los charcos de una lluvia reciente. –Surely  that bloody thing came from the sea – dijo en voz alta, aunque a su derecha no había nadie para escucharlo, salvo un ajado portafolios con más millas de tierra y océano de las que podría llegar a calcular.
Abruptamente la pampa de sauces y talas dio paso abrupto a una línea de arena que se extendía hacia un horizonte que se confundía entre dunas y estrellas. 
A lo lejos comenzaron a verse las formas y luces de varios  Mercedes Benz y  Bedfords bamboleándose torpemente  por el ancho surco entre los médanos,  cargados de turistas y valijas veraniegas.

Uno de esos buses lo cruzó a su izquierda, demasiado cerca. Instintivamente se abrió hacia la derecha con un bocinazo nervioso. Con la vista clavó los ojos en el portafolios sin poder evitar un estremecimiento.
Por más que pasase el tiempo, la insignia en el frente del Mercedes siempre significaría malas noticias para el.

El hotel era moderno, a la vez que sencillo y funcional. El conserje mataba el tiempo hasta su hora de salida con un diario arrugado y una radio que propalaba un sonido que parecía estática con saltos de un novel rock.  Por la calle de arena que iba a la costa, grupos de jóvenes caminaban hacia la playa con la luna a cuestas y detrás del médano se podía vislumbrar la luz de algunos fogones.
Intentó descansar luego de registrarse, pero la capacidad de dormir en cualquier momento que estuviese disponible se había esfumado con el tiempo.  
Recostado en la cama, abrió la novela barata que había comprado en Liverpool antes de abordar el barco. Sus dedos instintivamente buscaron la foto que había dejado entre sus páginas como recordatorio.
En un sepia apenas brillante, los dos jóvenes sonreían sentados en el capot del jeep,  los shorts y camisas se parecían a los que muchos de los muchachos todavía usaban , pero las dunas del desierto  y los dos Lee Enfield apoyados contra el guardabarros contaban una historia diferente a la de esas playas.


Durante un par de días caminó por la costa a la mañana, luego de desayunar apenas té y las desabridas tostadas que preparaba la cocinera del hotel. 
Fue yendo hacía el norte, mientras se deleitaba con el brillo blanquecino del sol sobre el mar, que creyó verlo, manejando otro jeep, como solía hacerlo cerca de Tobruk, a los saltos entre las dunas, siempre al borde del vuelco.  Pero solo se trataba de otro de estos jóvenes viejos, tan nervioso y desgarbado como supo serlo  Sven hacía ya unos años. 
Una sensación de incomodidad fue creciendo, y comenzó a llevar una pequeña mochila. La humedad hacía que las viejas heridas en la espalda se convirtieran en una molestia, pero aún así prefirió cargarla.
Con el paso de los días había comenzado a sentir una comunión con el lugar, con los diferentes acentos de las palabras de aquellas personas con las que se cruzaba o la mezcla de idiomas del sur y del norte. No pudo evitar pensar en que era otro pueblo de náufragos, de gatos de callejón y de pilotos derribados.
De cosas que dejaba la marea.
Había conocido lugares así antes y pudo entender el porqué de la llamada que le dio ese destino.

Una tarde pesada y calurosa llegó al mostrador a pedir la llave de su habitación, cuando encontró colgado en la pared  el pequeño afiche de un concierto.  
Esa misma noche se encontró vestido con sus mejores galas, subiendo la escalinata de una boite de inmaculado estilo orgánico que llamaba la atención al diferenciarse de todas las construcciones del balneario. La misma sensación se vislumbraba dentro de los enormes ventanales que dejaban ver el Atlántico por sobre los médanos mientras el jazz y los tragos fluían por la barra del bar.
A primera vista el público era algo distinto al que solía caminar las playas durante el día. Aúnque pudo reconocer varios rostros que con el correr de los días veraniegos le habían comenzado a resultar familiares,  decididamente alejados de la casual vestimenta de la playa en aras de la elegancia civilzada de las capitales.
Y entre ellos, la delgada y  traicionera figura de Sven, charlando con la altiva pareja de húngaros que regenteaban el  lugar. 

Esperó sentado afuera hasta que la noche se convirtó en madrugada.  Sven no lo vió hasta que hubo salido del local. Mientras corrían eternas las horas, pudo reparar en  que el nombre de la boite era el equivalente a Amapola en húngaro.
No hubo palabras,  salvo un insulto de frustración en sueco, mezclado entre lo que la música y el alcohol convertían en una cacofonía de idiomas que a ambos se les antojó familiar.
Pero mientras caminaban uno detrás de otro los metros de duna que terminaban en la playa, con la pesada  Colt 45 que había viajado desde Inglaterra en el triste portafolios ahora  muy poco sutilmente empuñada con su mano izquierda, solo pudo pensar en sus naufragos , en sus pilotos derribados y en las amapolas que los simbolizaban.
Y en que la imagen del cuerpo sin vida de Sven al amanecer, se le semejaba bastante a uno de ellos.

jueves, 4 de julio de 2019

Nos vamos poniendo...

El tiempo pasa...- dijiste.
Nos vamos poniendo technos.- contesté.

Sonreíste. Eso me bastaba.
Ya ni recordaba si era yo el que te había cantado esa versión. O si a vos te gustaba desde antes. Eso me extrañó un poco: no hacía tanto que nos conocíamos. Pero fue tal el vendaval de cosas que compartimos en esos meses que bien pudiste tener guardada esa semejanza, solo para evitar que me espantase. Algo que no ocurrió, ni yo siquiera pense que pudiese ocurrir.
Para mi, todo comenzó cuando miré hacia mi derecha una noche, varios minutos después de que hubiesemos intercambiado los saludos de rigor entre nosotros y los amigos en común. Recuerdo ese instante como uno de esos pequeños hallazgos que se pierden y vuelven a aparecer en la niebla de lo cotidiano: ahí estabas, mirándome con los ojos claros, que con la luz del bar yo pensé verdes.
Dije algo, casi al azar, sobre un lugar en el que había estado y significaba mucho para mí, intentando llevar una conversación vana entre varios a un puerto menos denso.
Vos alzaste las cejas, visiblemente sorprendida: habías estado viviendo cerca de allí durante varios años. Ahí fue cuando realmente te miré, y una noche entre tantas, se convirtió en la primera.



viernes, 7 de junio de 2019

Pequeños Tesoros.

Cuantas cosas se pierden en cajas, cajitas y cajones. Cuantos tesoros y máquinas del tiempo se guardan en espacios acotados, mientras el olvido y la falta de atención las van cubriendo con un manto gris y vacío de silencio, o de ceguera.
Porque ahí están. No son solo objetos, ni imágenes, o sonidos. Son historias, en muchas ocasiones dignas de conocerse, con sus pequeños hechos listos a ser desenrrollados como si de un viejo papiro se tratase.
Ese disco compacto, con su tapa de plastico quebradizo, rayada por los vaivenes de alguna mano desaprensiva, su carátula dibujada a mano, en un exceso de creatividad adolescente, con lapiceras y tintas de fibrón que denotan lo alternativo de un pasado casi reciente, pero de a ratos, lejano.
Lo tomo con cuidado de sus bordes, desencastrándolo de la caja. Hace años, que nadie lo saca de allí. Lo siguiente es darlo vuelta, esperando lo típico: muchos rayones que probablemente hagan imposible que se escuche su contenido, manchones de humedad, en el peor de los casos.
Pero no, apenas alguno que otro surco apenas superficial del uso que se le dió hasta ese día en que se lo dejó guardado en el cajón.
Acto seguido enciendo el reproductor, cuadrado monumento compuesto de épocas monetarias mas benévolas. Su calidad es tal que las luces verdes del display digital avisan que el tiempo no ha pasado en demasía. La bandeja, como una lengua, aparece con un ruido extraño y poco fluido que me hace pensar en que el plástico tiene el equivalente a la herrumbre de los metales. Quizás sean los dientes del mecanismo...o simplemente el tiempo.
Las palabras en la parte superior del disco son las mismas que las de la carátula en la caja, lo cual es una suerte: el desorden muchas veces es una forma de olvido. A modo de chiste, una pequeña frase simula un falso sello discográfico pirata, autor del compilado.
La lengua gris se traga el disco, con otro ruido un poco más reconfortante que al abrirse, probablemente el aparato este volviendo a la vida a su manera, como en algunas películas de ciencia ficción.
Un sonido tenue, sutil, pero no por ello inexistente se deja oír. Antes solía pensar que era el láser buscando los surcos de colores en el disco. Quizás así fuese. Pero algo que siempre supe fue que si ese sonido se prolongaba, muy pocas eran las chances de oír la música que venía después.
Entonces el disco solo sería un objeto, con memorias borradas o sonidos enmudecidos. Un mensajero ciego y mudo. Con poco que decir, y mucho que adivinar. Un misterio minúsculo, o un destino de basura.
Sin embargo a los pocos segundos, un silencio y luego punteos que la mente reconoce se dejan oir por los descuidados parlantes. Y la máquina del tiempo vuelve a funcionar a todo gas, su combustible es mi mente, viajando por vías de acordes y riffs entrañables. 
Y es así que hay que buscar, sin muchos mapas. Solo la memoria.


miércoles, 7 de noviembre de 2018

Where is My Mind



 I: El.
La base de bajo de No tan Distintos era el tono personalizado que sonaba al recibir tus mensajes y fue la sorpresa de ese atardecer de sábado. Sumo era la mejor banda del mundo, me habías dicho varias veces.
Hacía meses que había dejado de pensar en vos. Las constantes peleas con aquella persona en la que ya no quiero volver a pensar se habían convertido en un ruido blanco que filtraba casi todos mis deseos y pensamientos.
A veces se toma un camino y a veces otro lo toma por uno.
Dejé el teléfono en la mesa,  porque conociéndome, habría caído en la trampa de otras veces: la ansiedad tomando las riendas y las palabras saliendo a borbotones. Nuestro idioma perdiéndose en trivialidades. Esa conexión que me cautivaba fundiéndose en la gris estática de la confusión.
Me quedé viendo la pantalla del televisor mudo. Cary Grant en silla de ruedas sosteniendo una pesada cámara de fotos. Grace Kelly abriendo una valija minúscula de la que salía un camisón de seda infinito y  liviano como una mariposa.
Volví a tomar  el teléfono.  Decir que Sí me generaba una placentera adrenalina, pero también  me había predispuesto a saborear la incertidumbre como si se tratara de un buen vino, de esos que se aprecian cuando se crece.
Pero a mí nunca me gustó el vino.
Te pregunté la hora y me obligué a estar ahí un rato antes. Quería estar un tiempo solo en ese bar oscuro, testigo de todas las épocas. No podías haber elegido mejor lugar.
El tiempo transcurrió despacio. Me relajé viendo la película en mute mientras me preparaba para salir. Al ir hacia la puerta me miré de reojo al espejo y caí en la cuenta de que estaba yendo a encontrarme con vos.
Son los detalles pequeños los que asoman cuando uno quiere recordar momentos importantes: la delicada aspereza de mi abrigo, el sabor de tu lápiz labial, cualquier mínimo elemento que nos lleve de la mano a lo memorable.
 Manejaba despacio y distraídamente noté que estaba a unas pocas calles de tu departamento. Mi mente divagante me llevó a la tarde de nuestro último encuentro: El café que te gustaba tomar a las 7 de la tarde y un vinilo de Lou Reed.
Recuerdo bien esa tarde porque fue ahí cuando dejé de verte como una sílfide psicodélica de ojos grises que se alejaba sonriendo de todo y de todos.  Fue esa tarde en la que fijé otra imagen a mi álbum mental: las curvas delicadas sutilmente destacadas en tus pantaloncitos de baile negros, el sweater enorme y  los brazos delgados con mitones sosteniendo esa taza verde jade. El hombro izquierdo desnudo y la luz del velador sobre el largo de tu cuello.
Paré en un semáforo y con mis dedos busqué a Robert Smith y a su voz de oboe.
A Night Like This.
Esa otra vez el azar la había traído a mis auriculares mientras recorría esas veredas. Una realidad distinta y distante. Caminando agitado hacia tu departamento, como un preso con permiso de salida.
¿Qué era lo que quería conjurar con la canción? Probablemente esa constante incomodidad que me vencía cuando estabas cerca.
 “I´m coming to find you, if it takes me all night….” - comenzó el estribillo que había escuchado tantas veces.
La bocina de un auto me sacó de mi planeta, y aceleré pasando la bocacalle. Miré hacia la derecha, pensando en encontrarte saliendo de tu edificio, pero solo me topé con un ciclista que maniobró milimétricamente para esquivarme.
Estacioné en la mitad de la calle, intentando serenar una declarada emoción.
Gotas pesadas empezaron golpear quedamente el parabrisas y las ventanillas.  Te imaginé corriendo con tu mochila en la cabeza, guareciéndote en la entrada de un edificio y encendiendo un cigarrillo extraño sin importarte demasiado a quien tenías al lado.
 El temor de que no aparecieses y de que la tormenta fuese la excusa perfecta fue in crescendo.  Los minutos pasaron y el silencio de radio en mi cabeza se volvió algo desconsolador. Varios minutos después, con la banda sonando y el regusto amargo de negras cervezas en mi garganta, te esperaba.
Mi mente, ya embotada ,  se dejaba ir por caminos apenas sospechados.

 

II. Ella.

Cuando eso pasó entre nosotros no pensé en las consecuencias. Eramos hermosos y queríamos divertirnos. Me gustaba pensar en tu novia como un monstruo agazapado en el cuerpo de una Barbie neurótica y despistada.
Apareciste en mi cabeza tan rápido como te habías ido. Solo me había bastado con verte caminando por la playa, hacía unos días, escondido detrás de unos gastados anteojos de sol y con uno de tus paranoicos libros en la mano.
La noche de sábado fría y lluviosa, era ideal para la película de Joy Division que tenía en el disco, pero las ganas de verte pudieron más. Te escribí y un sudor frío recorrió mi espalda al ver en la pantalla que me estabas contestando. Desvié la mirada hacia la ventana. Afuera el Atlántico invernal me daba la última advertencia. La ignoré diciendome que no me asustaba fácilmente y salí.
Subí al primer taxi que pasó. Para cuando bajé, ya estaba arrepentida de haberme puesto esas botas. De la falda escocesa,  del rímel y de todo.
Desde la calle se notaba que el sonido de la banda era potente. Algo me dijo que tenía eso que la distinguía de las otras del montón. El portero me dejó pasar sonriendo como si me conociera.
Apenas crucé la puerta te vi, sentado en un banco alto, apoyando el hombro contra la pared a pocos metros de la cantante, cuando llegaba a un agudo imposible. Micrófono en mano, se contorsionaba mirando hacia la nada. Pura autoestima esa chica.
Te miré. Vestías el mismo abrigo gris oscuro de la tarde en la costa. Como si quisieras resaltar y a la vez esfumarte. Jugueteabas con el porrón de cerveza, que supuse no sería la primera de la noche, mientras yo me acercaba por detrás. Me detuve a centímetros de tu espalda.
La cerveza y el perfume con el que te gustaba impregnar tu ropa se mezclaron en un desequilibrante aroma. Giraste y te quedaste observándome un instante.  Vi en tu gesto el mismo vértigo que a los dos nos asaltaba. Me besaste en la mejilla despacio y te quedaste cerca, como un vampiro hambriento de película clase B.
El volumen de la música y el griterío componían la perfecta sinfonía para sentir tu voz en primer plano, hablándome al oído. Me dijiste que estaba muy linda. Yo, que estabas cada vez más guapo, así como dejándome llevar por el lapsus.
-¡Que ganas de verte tenía!-sonreiste-¿Tomamos unos gintonics?
¡Cómo negarse! Todo se sentía tan natural y espontáneo así.  Pedimos los tragos y mientras los esperábamos me contaste algunas cosas de tu día, yo estaba nerviosa y apenas te escuché. Nada del otro mundo, cosas del trabajo, un par de alumnos talentosos que estabas guiando…
Sentía calor y la bebida refrescante me tranquilizó por un segundo.
La banda paró de tocar pero el silencio no nos incomodó.  Me mirabas, relajado, sin la furtividad a la que me habías acostumbrado. Disfrutabas, reparando en mi risa y en mis ojos, siempre en mis ojos.
- Te queda lindo lo que te hiciste.- me dijiste.
Y llevaste tus dedos hacia mis párpados oscurecidos.
Sentí en ese momento que todas mis barreras se caían. Cerré los ojos y sentí tus labios sobre los míos, inmensos, adorables. Respiré. Volviste a besarme y esta vez tus labios húmedos se abrieron a otra dimensión más profunda, más reveladora. ¡Las mujeres podemos sentir el amor de tantas formas!
El arrepentimiento se había disuelto completamente entre el GinTonic y tus besos. Nos acariciamos suavemente  y mis piernas se encontraron con las tuyas.
La música estalló con un cover sucio, crudamente distorsionado de Where is My Mind. Giré para ver a  la banda sin separar un milímetro mi cuerpo del tuyo.  Tus manos rodeándome la cintura y tu nariz curiosa de nuevo sobre mi cuello, jugueteando con mi pañuelo. Sin hablar nos centramos en escuchar la canción aunque mi mente aturdida llegó hasta ese momento en donde la misma canción nos encontraba livianos, libres de toda estúpida moral. Nuestro querido descaro nos visitaba una vez más.
Las luces del escenario rebotaban en los espejos victorianos que colgaban de la pared oscura, y yo te miraba. Cada uno de los espejos te reflejaba neutral, apático. Sin embargo tu cuerpo vibrante se sentía tibio. Intenté dejar pasar mi constante aprensión por las dualidades.
Conocía tus ataduras, los nudos y las sogas que elegías cada día para reforzarlas.
Intenté deshacerme de tu abrazo con la excusa de dejar el vaso en la barra pero me retuviste y volviste a besarme. Un glorioso silencio apenas apagado por el ronroneo imperturbable del gentío. 
La banda volvió al escenario justo cuando nosotros buscábamos el pasillo de salida.  El frío y el silencio en la vereda me abofetearon, amigables.
Me ayudaste con el abrigo y me dediqué a contar baldosas hasta tu auto.
Encendiste el motor. La escarcha cubría el parabrisas. Los minutos se hicieron largos hasta que pudimos ver la calle: los árboles desnudos, los borrachos saliendo vacilantes de los bares, la luz de los faroles reflejándose en la humedad del asfalto.
 Apoyé mi cabeza en tu hombro. El calor circuló por el auto lentamente. Nos movimos entre la oscuridad y las luces.
Una adolescente delgada y ebria tropezó con sus tacos  delante de las luces del auto. Escupió una catarata de insultos sin soltar el vaso de plástico con el que había salido del bar. Nos reímos al sentir que el contenido del vaso pegaba en el vidrio trasero y la chica se esfumaba vociferando al bajar la loma de la calle.
Estacionamos frente a la playa.
Nos quedamos un buen rato sin hablar, abrazados, dejando que el mar embravecido expresara lo que nosotros no podíamos decir.

III El.
Dejarse llevar. Algo que jamás me había resultado fácil. Pero solo vos habías logrado que ocurriese.
Si existía algo que compartíamos era esa visión algo sombría aunque  honesta de las cosas, una pincelada melancólica que la madrugada acompañaba a difuminar.
Mi memoria recordaba tu perfume fresco, vegetal, que impregnaba deliciosamente todo. Ahora invadía la pequeña atmósfera de mi auto y me adormecía más que todo lo que había bebido. Bajé el volumen de la música y me descubrí pensando en momentos perfectamente imperfectos.
Dormías, la cabeza de tu pelo castaño sobre mi hombro. Hubiera dado todo por esa imagen tiempo atrás. Y ahí estaba.
El ensueño me duró hasta que la realidad del maldito teléfono me trajo de vuelta.
Solo atiné a deslizarme hacia afuera y a sentarme intentando fijar la vista en las olas. Pero una y otra vez me volvía hacia vos, dentro.
El sonido gutural y estruendoso de motores se hizo presente por sobre el ruido del mar: el primer vuelo del día se escapaba del Aeropuerto, con sus luces verdes y rojas brillando y perdiéndose entre las nubes bajas.
Entendí entonces que ya no importaba la causa de mi angustia. Estaba exactamente donde quería estar.  

IV Ella.
Me desperté agitada. Un sueño en el que Ian Curtis me perseguía intentando enlazarme como un gris cowboy punk. Algo dormida escuché su voz en la radio de tu auto. Verte sentado sobre su capot me reconfortó: siempre habías estado cerca. Siempre presente en mis ensoñaciones.
El viento había amainado. Sobre el horizonte, una tibia luz rosada anticipaba la salida del sol.
Observabas el mar y de a ratos te girabas y me mirabas por el parabrisas. Tenías esa guía interna, tan pausada y perseverante. Y ahí estábamos, sin saber demasiado que hacer, dejándonos llevar por algo que ninguno de los dos se animaba a comprender.


G. Q. y  M.A.
9/18